Por Carlos Bruno, según lo relatado a Hirania Luzardo
Nunca olvidaré ese momento cuando tenía poco más de 30 años y mi esposa y yo esperábamos a nuestro primer hijo. Debería haber sido uno de los momentos más felices de mi vida. Sin embargo, sentía que mi cuerpo me estaba fallando.
La parte superior de mi abdomen estaba hinchada y me dolía. No importara lo que comiera, no podía digerirlo. El reflujo ácido (gastroesofágico) era constante. Mi piel estaba seca y rígida a pesar de beber agua durante todo el día. Me sentía fatigado, asustado y confundido. Algo andaba mal, y en el fondo lo sabía.
Ni en mis peores sueños imaginé que el diagnóstico sería esteatohepatitis asociada a disfunción metabólica (MASH, por sus siglas en inglés). Siempre he sido activo. Practicaba deportes, no bebía y no tenía diabetes, colesterol alto ni presión arterial alta.
Pensé que estaba sano, pero mis hábitos contaban otra historia. Soy venezolano, y vivir en Miami significaba estar rodeado de café cubano cargado de azúcar y de pastelitos, que están llenos de aún más azúcar. La familia de mi esposa es cubana, y nuestras comidas incluían cocinar con grasa, desayunar donas y servir arroz, frijoles, chicharrones y alimentos procesados.
Mi trabajo me estaba consumiendo
Mi trabajo también era mi enemigo silencioso. Como camarógrafo, pasaba largas jornadas en el set, vivía con estrés y comía lo que estuviera disponible. No podía mantener un horario regular de comidas. No me di cuenta de que la manera en que trabajaba me estaba consumiendo poco a poco.
Cuando nació mi hijo, Maximiliano, sentí una mezcla abrumadora de alegría y culpa. Quería estar plenamente presente para él, pero mi cuerpo me estaba fallando. Sabía que no podía estar ahí como quería.
Por suerte, mi médico de cabecera es de esos que realmente se toman el tiempo para escuchar. Gracias a él, empecé a entender lo que le pasaba a mi cuerpo.
Me recetó omeprazol (Prilosec) para el reflujo ácido, pero no funcionó.
La única forma de describir cómo me sentía es como si estuviera borracho las 24 horas. Tenía la cara enrojecida, estaba hinchado como un globo y me dolían todas las articulaciones. Empecé a tener dificultad para respirar por la noche y tenía que dormir boca arriba para recuperar el aliento. Roncaba constantemente. Medía 5 pies y 7 pulgadas y pesaba casi 200 libras. Mi cuerpo pedía ayuda a gritos.
Me sentía como un número más
Dos meses después, frustrado y fatigado, volví con mi médico de cabecera. Le dije: “Esto no funciona. No puedo vivir así”. Me envió a un gastroenterólogo (médico del estómago).
El especialista confirmó que tenía MASH. Eso fue todo. No hubo seguimiento. No hubo un plan de tratamiento. No me hicieron una resonancia magnética. No me hicieron una biopsia del hígado. Me dio una palmadita en la espalda y me dijo que dejara de consumir pan, harina, refrescos, azúcar y cerveza. Y cerró el tema.
Salí de esa consulta con más preguntas que respuestas. No sabía si me sentía aliviado por finalmente saber el nombre de lo que me pasaba, o destrozado porque al médico no pareció importarle. Me sentía como un número más con un diagnóstico que nadie tomaba en serio.
En casa, las cosas no fueron más fáciles. A pesar de que mi enfermedad estaba empeorando, nada cambió en mi vida ni en nuestra cocina. Intenté hacerle entender a mi familia la gravedad de la situación, pero me di cuenta de que estaba solo en esto. Nadie escuchaba. Ese silencio dolió más que nada.
En los seis meses siguientes, alcancé el peso más alto de mi vida: 212 libras. Mi respiración empeoró y caí en una depresión. Tuve que hablar con mi jefe porque ya no podía cumplir con las exigencias físicas de mi trabajo como camarógrafo. El gastroenterólogo me recetó un medicamento para el hígado graso, pero ni recuerdo su nombre. No funcionó.
Mi frustración con los gastroenterólogos llegó al límite. Vi a tres especialistas diferentes y, en lugar de mejorar, me sentía peor. Ninguno me dio una orientación real.
El único que realmente me apoyó fue mi médico de cabecera. Me dijo que si me comprometía a hacer cambios reales en mi estilo de vida, mi cuerpo podría sanar.
Mi hijo se convirtió en mi motivación
En cierto momento, mi mayor preocupación ni siquiera era yo; era mi hijo. Él comía donas todas las mañanas, y en mi familia siempre encontraban excusas: “Si no puedes comer la dona, cómete un pastelito”, decían. No entendían que no se trataba solo de mí. Se trataba de cambiarlo todo para todos.
Entonces llegó el momento decisivo. Un día me miré con bondad, compasión y una determinación que no había sentido en años. Me dije: “Necesitas encontrar una salida de esta oscuridad”. Hice esa promesa por mí y por mi hijo, que entonces tenía casi 5 años.
Fue un momento decisivo, un momento de autoconciencia. Tuve que reconstruir mis hábitos desde cero. Se sintió como nacer de nuevo.
Dejé de tratar de convencer a mi familia y me concentré en lo que podía controlar. Empecé a cocinar con mi hijo y lo convertí en algo divertido. Incluso me reconectó con mis raíces, ya que me hizo recordar cómo mi padre cocinaba para nosotros en Venezuela.
Esto fue lo que me ayudó como padre:
Invita a tus hijos a la cocina. Déjalos lavar, mezclar o servir. El orgullo hace que la comida saludable sea emocionante.
Usa un lenguaje simple. No necesitas explicarlo todo a la vez. Las pequeñas conversaciones generan confianza.
Sé un ejemplo. Ellos seguirán lo que haces más que lo que dices.
Celebra los logros. Una nueva receta saludable o un fin de semana activo cuentan. Diviértete.
No se trata solo de controlar la MASH. Se trata de construir un legado de salud para mi hijo y para mí.
Poco a poco, empecé a sentirme mejor. Mi peso bajó de 212 a 180 libras.
Mi hijo ahora tiene 10 años. No le hablo mucho sobre mi enfermedad. En lugar de eso, trato de ser un ejemplo y enseñarle hábitos saludables mediante las cosas que hacemos juntos. Elegí cambiar mi vida... y la suya también.
Cocinamos juntos. Hacemos ejercicio juntos. Hablamos. Reímos. Tengo 45 años ahora y quiero mantenerme sano por él.
De un padre a otro
Cuando comencé este camino, ojalá hubiera podido escuchar la experiencia de otro padre con MASH. El apoyo es fundamental. Esta enfermedad trae desafíos emocionales y físicos que la mayoría de la gente no ve.
Ahora no tomo medicamentos. A veces es difícil vivir con una enfermedad que no tiene una cura específica. Hay días en que me siento decaído. Pero la mayoría de los días, me recuerdo a mí mismo que la mejor medicina es perder peso, seguir una dieta sana, hacer ejercicio con regularidad y evitar el alcohol. Esas decisiones me dan una mejor calidad de vida.
Si estás leyendo esto, tal vez seas un padre que teme que sus hijos hereden esta enfermedad. Tal vez te sientas perdido en un laberinto de médicos y aún no tengas respuestas. Yo he estado en esa situación.
La mejor medicina es el conocimiento. Tus hijos seguirán tu ejemplo. El diagnóstico de MASH cambió mi vida. Quiero que sepas que no estás solo. Este camino no es fácil, pero es posible. Empieza con un cambio a la vez.
Cocina con tus hijos. Muévete. Haz preguntas. Defiende tus derechos. Las decisiones que tomes hoy pueden moldear no solo tu futuro, sino el de tu familia también. Si yo pude cambiar mi vida, tú también puedes. Cuidar tu salud es importante, por ti y por quienes te rodean.
